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03 julio, 2011

INDIGNACIÓN, LEGITIMIDAD Y DESOBEDIENCIA CIVIL

Indignación, legitimidad
y desobediencia civil

Domingo, 3 julio 2011
Jaime Pastor *
http://www.cuartopoder.es/invitados/indignacion-legitimidad-y-desobediencia-civil/1529

Los pasados 29 y 30 de junio, gracias a la iniciativa de la Asamblea Popular de Arganzuela, tuvimos en la Puerta del Sol de Madrid un debate alternativo al que en el Parlamento se desarrollaba sobre el “Estado de la Nación”. En mi caso pude intervenir en la sesión del jueves 30 sobre la crisis de legitimidad de la política institucional en medio de la crisis sistémica que padecemos. Este artículo recoge los temas que abordé allí junto con alguna reflexión nueva sobre las perspectivas que se abren.

Creo que lo más relevante del Movimiento 15-M es que está demostrando que es posible otra política y otra forma de hacerla, en abierta confrontación con la mera gestión de la crisis sistémica a favor del capital financiero y especulativo que están haciendo los gobiernos de la Unión Europea. Una gestión que supone un golpe mortal a los Estados menguantes del bienestar y un ataque brutal a conquistas sociales básicas que tiene en estos momentos en Grecia su mayor y extrema manifestación.

Con su expresión pública de la indignación popular frente a ese verdadero “estado de excepción económica y social” que se ha instaurado desde la fatídica jornada del 9 de mayo de 2010 en Bruselas, el Movimiento 15-M está poniendo de manifiesto la profunda crisis de legitimidad que afecta a la política que surge de las instituciones representativas.

Pero para entender lo ocurrido conviene recordar que la situación a la que hemos llegado no es más que el final de un recorrido histórico del capitalismo occidental: éste, gracias a los pactos interclasistas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, pudo permitirse hacer compatibles sus necesidades de reproducción social con el logro de una legitimación política entre los y las de abajo mediante el reconocimiento progresivo de una serie de derechos sociales y a cambio de que los principales partidos y sindicatos no cuestionaran el sistema y, con él, la sobreexplotación que sobre el Sur, las mujeres y los combustibles fósiles ejercía.

Mayo del 68 intentó ir más allá de esos límites pero no llegó a tener la fuerza suficiente para saltárselos. Pero pronto se pudo comprobar que los pactos suscritos eran asimétricos y tramposos, ya que sirvieron a ese capitalismo mientras duró su fase de expansión económica para pasar luego, a medida que ésta se agotaba y necesitaba restaurar su tasa de ganancia, a ir recortando y devaluando las conquistas logradas, asumiendo así el neoliberalismo como proyecto hegemónico e imponiéndolo –gracias también al control de los grandes medios de información y comunicación- como “sentido común” dominante, también entre muchas capas populares.

Dentro de ese proceso los sistemas de democracia representativa se fueron deteriorando y los partidos se convirtieron en electorales-profesionales, transformándose muchos de sus cargos públicos en “políticos de negocios”, cada vez más vulnerables a la corrupción. Esa dinámica fue generando una creciente desafección ciudadana hacia las instituciones y un rechazo a la “clase política”, reflejados en la abstención, el voto blanco y el nulo, pero también en el aumento de la búsqueda de formas de participación política no convencional. Mientras que muchos y muchas votantes de los grandes partidos lo siguen haciendo simplemente por lo que consideran “mal menor” y no por afinidad ideológica, ya que saben que en lo que afecta a las principales decisiones sobre política económica y social no son los gobiernos ni los parlamentos los que cuentan: son los poderes extraparlamentarios “de arriba” los que imponen los límites de la política posible; porque, como alguien dijo, “los mercados votan todos los días”.

Esas tendencias se han manifestado con mayor gravedad en el caso español, ya que desde la transición política se conformó un régimen que no sólo no hizo el necesario ajuste de cuentas con el franquismo sino que se basó en el establecimiento de unas garantías de “gobernabilidad” y de centralidad de los grandes partidos políticos que ni siquiera han facilitado el ejercicio de formas de democracia semidirecta como la Iniciativa Legislativa Popular o los referendos populares, a diferencia de lo que ocurre en países tan cercanos como Italia, según hemos comprobado recientemente. Si a esa “democracia de baja intensidad” sumamos el coste creciente que han supuesto el proceso de “integración europea” a partir del Tratado de Maastricht bajo hegemonía neoliberal (privatizaciones, precarización laboral, depredación ambiental) y el “capitalismo popular” que con la burbuja inmobiliaria se ha ido difundiendo desde mediados de los años 90 del pasado siglo, era fácil prever la mezcla explosiva que se estaba gestando y que acabaría estallando con la crisis sistémica desde finales de 2008. Sin embargo, pocas fueron las voces (las de José Manuel Naredo y Ramón Fernández Durán destacan sin duda entre ellas) que alertaron frente a ese “tsunami” urbanizador, depredador y corruptor que parecía tan “natural”.

El “giro” del gobierno Zapatero a partir de mayo de 2010, con sus sucesivas contrarreformas puestas en marcha bajo las órdenes de la “troika” (UE, FMI y Banco Central Europeo), ha significado una manifestación vergonzante de sumisión a los dictados de un sistema financiero responsable de la crisis y que ahora quiere salir de ella impune y recuperado a costa de los y las de abajo. El Roto describía lúcidamente este panorama en su viñeta del 1 de julio: “¡El sistema financiero se ha escapado! ¡Y lo está destrozando todo!”.

Asumiendo la servidumbre voluntaria hacia los “poderes fácticos” de fuera y de dentro (la amistad con Botín es suficientemente expresiva), es a una crisis de legitimidad de la representación política a la que estamos asistiendo: porque una es la que se obtiene en las urnas (ya de por sí atenuada por el limitado porcentaje de votantes que concurre a ellas y por el que permite llegar al “gobierno” a un determinado partido) y otra, la de ejercicio, la que tiene que ganarse cada día en función de las políticas que se adoptan. Y ahora estamos viendo cómo ésta última se halla abiertamente en cuestión debido a que esas políticas chocan con los intereses de la mayoría social y, lo que es más importante, con la contestación que están teniendo desde un Movimiento como el 15-M, cuya legitimidad social ha sido corroborada incluso en las encuestas de opinión más recientes. Basta referirse al éxito que está logrando tanto frente a los intentos de criminalización sufridos como con su capacidad para paralizar los desahucios o, también, para impedir las redadas antiinmigrantes, como ya ha ocurrido en algunas zonas de Madrid.

Nos encontramos, por tanto, ante un escenario en el que posiblemente entremos en una confrontación de legitimidades entre el sistema político vigente desde la “Inmaculada Transición” –y que ni siquiera se atreve a reformar la ley electoral vigente– y un Movimiento 15-M capaz de desarrollar una estrategia de desobediencia civil no violenta y, con ella, otra política y otra forma de hacerla. Porque, como muy bien dijo Manuel Castells en la Acampada de Barcelona, es necesaria una reconstrucción de la democracia, pero ésta ya no puede venir de este sistema. Hará falta una mayor movilización social a favor de una democratización radical de la política, de la desmercantilización de los bienes y servicios públicos y de la búsqueda de una salida alternativa de la crisis a escala europea. La muy posible victoria electoral del PP en las próximas elecciones generales no hará, me temo, más que generar una mayor polarización política en la que la necesidad de ir forjando un bloque político, social y cultural contrahegemónico se hará más urgente.

En cualquier caso, y aun siendo consciente de los obstáculos que están por delante, parece fuera de discusión que la irrupción de este movimiento ha sido un “Acontecimiento”, en el sentido fuerte del término, que permite ampliar cada vez más el campo de lo posible y, con ello, combatir el “sentido común” hasta ahora dominante. El gran problema está en que no cuenta con una izquierda a la altura de lo que está exigiendo y que para que ésta llegue a existir, hace falta una renovación radical que no vendrá de operaciones mediáticas. Algunas iniciativas surgidas recientemente son sin duda respetables pero parecen centradas en unir a una izquierda “por arriba” que, en su gran mayoría, no tiene credibilidad ante las nuevas generaciones protagonistas de este movimiento. Habrá que buscar, por tanto, nuevos caminos pero ésta ya sería materia para otro artículo.
(*) Jaime Pastor es profesor de Ciencia Política de la UNED y participante en la Asamblea Popular de Chamberí.